domingo, 3 de marzo de 2013

El camino fácil


Desde que me entere que Teresa se mató porque no pudo seguir viviendo con el secreto que Ranz le confesó, me cuesta más trabajo hablar de esos recónditos detalles de mí, no tanto porque se trate de hacer participe a alguien de algo tan personal sino por el hecho que implica conceder un pedacito tan bien guardado a otra persona que posiblemente no imaginaba o peor aún, que muy en el fondo no quería escuchar.

Cuando nos sinceramos con otro individuo y nos abrimos de capa es porque queremos manifestarle nuestra confianza, que sé sepa especial y digno de escucharnos. Intercambiamos parte de nuestra intimidad a cambio de un consuelo o unas palabras comprensión, pero quizás y tan sólo quizás, sea una acción egoísta o una cesión de culpas.

Es decir, si me quito a mí para concederte a ti, entonces mis culpas serán compartidas, mis fantasmas estarán en tus pesadillas y mis miedos carcomerán tu esencia.

Hablar, desahogarse, resulta sumamente liberador para el alma y también para el cuerpo, consiste en apelar a nuestra humanidad buscando redimir nuestros actos.

¿Hasta que punto? ¿Acaso no sólo es el camino fácil?

Los oídos no pueden cerrarse como los parpados lo hacen cuando no nos gusta lo que vemos, una vez que empezamos a escuchar se convierten en receptores que captan cada detalle de la conversación, cada sonido que emite la voz de nuestro emisor se agudiza y esas palabras retumban en el cerebro, a veces hasta el fin de nuestros días.

Los secretos siempre serán como un arma de doble filo, si los guardas corres el riesgo que laceren la confianza de quienes te aprecian y si los decides externar, te expones en el mejor de los casos a la lastima o bien, al ostracismo; como le paso a Karénina que también terminó por suicidarse, pero bueno, esa es otra historia.