Desde
que me entere que Teresa se mató porque no pudo seguir viviendo con el secreto que
Ranz le confesó, me cuesta más trabajo hablar de esos recónditos detalles de mí, no tanto porque se trate de hacer participe a alguien de
algo tan personal sino por el hecho que implica conceder un pedacito tan bien
guardado a otra persona que posiblemente no imaginaba o peor aún, que
muy en el fondo no quería escuchar.
Cuando
nos sinceramos con otro individuo y nos abrimos de capa es porque queremos manifestarle nuestra
confianza, que sé sepa especial y digno de escucharnos. Intercambiamos parte de
nuestra intimidad a cambio de un consuelo o unas palabras comprensión, pero
quizás y tan sólo quizás, sea una acción egoísta o una cesión de culpas.
Es decir, si me quito a mí para concederte a ti, entonces mis culpas serán compartidas, mis fantasmas estarán en tus pesadillas y mis miedos carcomerán tu esencia.
Hablar,
desahogarse, resulta sumamente liberador para el alma y también para el cuerpo,
consiste en apelar a nuestra humanidad buscando redimir nuestros actos.
¿Hasta
que punto? ¿Acaso no sólo es el camino fácil?
Los
oídos no pueden cerrarse como los parpados lo hacen cuando no nos gusta lo que
vemos, una vez que empezamos a escuchar se convierten en receptores que captan
cada detalle de la conversación, cada sonido que emite la voz de nuestro emisor
se agudiza y esas palabras retumban en el cerebro, a veces hasta el fin de nuestros días.
Los
secretos siempre serán como un arma de doble filo, si los guardas corres el
riesgo que laceren la confianza de quienes te aprecian y si los decides
externar, te expones en el mejor de los casos a la lastima o bien, al
ostracismo; como le paso a Karénina que también terminó por suicidarse,
pero bueno, esa es otra historia.